miércoles, 12 de marzo de 2014

LA ANTROPOLOGÍA CRISTIANA COMO FUNDAMENTO  PRIMERO DE LOS DERECHOS HUMANOS 

José Sols Lucia

1. El carácter laico de los derechos humanos.

Cuando oímos hablar acerca de los derechos humanos, enseguida nos percatamos de que se trata de un discurso laico, esto es, no basado en ninguna religión en particular. Por ejemplo, la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, promulgada en 1948, no dice nada parecido a esto: «Como queremos ser fieles a la Biblia, promulgamos la siguiente declaración». Lo mismo ocurre cuando leemos la declaración francesa de derechos, la de la Revolución francesa, fechada el 26 de agosto de 1789, o la americana, promulgada el 3 de noviembre de 1791. Ninguna de ellas se basa en una fe religiosa. Si a esto unimos el hecho de que estas declaraciones promueven la libertad religiosa, podemos concluir —erróneamente— que el discurso acerca de los derechos humanos es un discurso que supera el nivel de lo religioso, que prescinde de él. Una primera lectura puede dar esta impresión, pero no estaríamos en lo cierto. ¿Por qué? Pues porque el origen del discurso acerca de los derechos humanos está en la tradición humanista occidental, cuyo origen es el cristianismo. Obsérvese que no hemos dicho «cuyo origen es la antigua Grecia», lo que puede parecer una injusticia histórica. En cierto modo, es injusto. Así pues, hay que explicar todo esto por pasos. Pero antes de adentrarnos en esta explicación histórica, conviene destacar que el carácter «laico» de los derechos humanos, tal como han sido estos formulados en los dos últimos siglos, no es una pose, ni puro maquillaje, ni simple fachada: los derechos humanos fueron formulados consciente y deliberadamente con un lenguaje laico, civil, porque se quería subrayar que lo son de todos los seres humanos, sea cual sea su religión o creencia más personal; de haberlo hecho con un lenguaje religioso en particular habría quitado credibilidad a este carácter universal. No podemos ir a un ateo y decirle: «Usted goza de derechos humanos porque así lo quiso el Dios Padre de Jesús». Aun cuando creamos que esto es cierto, no podemos decirlo. 

2. El humanismo inherente a los derechos humanos 

Salta a la vista que los derechos humanos se fundamentan en una antropología humanista. Antropología humanista significa que tenemos una concepción acerca del hombre en la que lo más importante de todo es precisamente su condición humana, mucho más que su condición de varón o de mujer, de francés o de inglés, de negro o de blanco, de creyente o de ateo. De hecho, no solo estamos ante una antropología humanista, sino incluso ante una cosmología humanista, dado que estamos convencidos de que el hombre es el centro del universo conocido. Decimos universo conocido, porque no sabemos si hay vida inteligente a millones de años luz de la Tierra, pero sí sabemos que, en el universo conocido, el hombre es el centro. Como dijimos en nuestra primera lección, esto lleva a un dualismo filosófico, en el que dividimos la realidad en dos partes: el hombre y todo lo demás. La dignidad del hombre es enormemente superior a la de todo lo demás, lo que —tal como nos han recordado los ecologistas— no nos da derecho a maltratar ese todo lo demás, ni tampoco a considerar que en esa segunda zona todo tenga la misma importancia, o, mejor dicho, la misma escasa importancia. No es lo mismo un perro que una piedra, decíamos. Ha habido diversas corrientes filosóficas que han enriquecido mucho más lo que aquí estamos diciendo. Por ejemplo, el filósofo Xavier Zubiri, junto con su discípulo y colega Ignacio Ellacuría, desarrolló la idea de que la realidad está organizada estructuralmente, con diferentes niveles, de manera que cada nivel superior abarca todos los anteriores. En el nivel inferior tenemos la realidad inorgánica (una piedra); a continuación, la vida orgánica no animada (una planta); a continuación, la vida orgánica animada con escasa sensibilidad (una lagartija); seguimos con la vida orgánica animada con notable sensibilidad (un perro); y así vamos ascendiendo hasta llegar al último nivel, el de la realidad histórica, donde tenemos lo inorgánico, lo vegetal, lo animal y, ya en lo humano, lo psicológico, lo social, lo económico, lo político. Nunca se puede entender un nivel si no es abarcando todos los anteriores. Por ello, cuando hablamos de dualismo filosófico —el hombre, por un lado, y por otro, todo lo demás—, no queremos decir en absoluto que la constitución de lo humano no tenga nada que ver con lo natural. Eso sería absurdo por irreal. El hombre participa completamente de la naturaleza, hasta el punto de que el origen de algunas civilizaciones reside en causas simplemente naturales: las crecidas del Nilo provocaron el cálculo matemático y el inicio de la ingeniería, que llevó a la construcción de las pirámides; las recortadas costas de Grecia desarrollaron la ingeniería naval, con el consiguiente cálculo matemático, que dio origen a la filosofía matemática griega, con su idea de cosmos; los días fríos y oscuros de invierno en el norte de Europa hicieron que la población se pasara muchas horas en casa junto a la chimenea, leyendo o contando historias, lo que llevó a una enorme cultura de los pueblos germánicos, entre otros, donde surgieron grandes filósofos. Ahora bien, que el hombre participe plenamente de lo natural no impide que su dignidad sea muy superior a la de cualquier otro elemento de la naturaleza, que es lo que afirmamos en el dualismo filosófico. Por ello, los derechos humanos hablan de derechos del hombre, y no de derechos de las cosas o de los animales. Ni siquiera son una lista junto a otras. 1) Lista número uno: derechos humanos; 2) lista número dos: derechos animales; 3) lista número tres: derechos vegetales... No, solo hay una lista, la de derechos humanos. ¿Por qué? Porque se considera que solo los seres humanos tienen dignidad. Ha habido en los últimos años movimientos ecologistas que han defendido la idea de derechos de los animales. Se trata de algo muy reciente, y por ello, todavía difícil de valorar. De momento, da la impresión de que hablar de derechos de los animales sea algo exagerado, fuera de lugar. Es inimaginable un consejo de vacas abogando por el derecho de los miembros de su especie. Más bien da la impresión de que deberíamos hablar de la responsabilidad que tienen los hombres hacia todo lo natural, como el jardinero la tiene para con el jardín que el señor le ha encomendado. El tiempo lo dirá. 

3. El origen cristiano del humanismo occidental 

Preguntemos a varias personas cultas: «¿Cuál es el origen del humanismo occidental?». Casi todas contestarán: «La antigua Grecia». Pues se equivocan. O para ser más precisos: su respuesta es solo parcialmente cierta, pero no completamente. Y si no es completamente cierta, entonces es prácticamente errónea. Veamos. Está claro que los primeros en hablar acerca de «el hombre» como tal fueron los griegos. Ellos decían anthropos. De aquí viene el concepto de antropología, que significa el estudio del hombre, y a menudo se utiliza en el sentido de la concepción que tenemos acerca del hombre. Citemos a tres grandes autores, por orden cronológico: Sócrates, Platón y Aristóteles, cada uno discípulo del anterior. Estamos hablando de los siglos V y IV a. C. Antes de los griegos no encontramos una reflexión sistemática acerca del hombre. Sí hay apuntes en algunas culturas, como por ejemplo, en el Antiguo Testamento, esto es, en la primera cultura judía, que se empezó a poner por escrito hacia el año 1000 antes de Cristo. Apuntes, pero no un desarrollo sistemático. En la mayoría de culturas anteriores a los griegos se identificaba al ser humano con los miembros del propio pueblo (Melloni, 2006: 65). Eran culturas tribales. No nos referimos solo a las tribus primitivas, sino a pueblos mucho más avanzados. Para decir miembro de nuestro pueblo y para decir ser humano utilizaban la misma palabra, dado que no consideraban que los miembros de otros pueblos fueran humanos. Eran considerados como bestias. De ahí la violencia que se ejercía sobre esos otros pueblos durante las guerras o las invasiones. No se consideraba que aquellas bestias —o sea, las personas de otras tribus— tuvieran derecho a la existencia. Este cambio de mentalidad se dio con los griegos de la Antigüedad, en particular con los tres autores mencionados. El último de ellos, Aristóteles, fue preceptor del joven Alejandro Magno. Este emperador salió de su reino para forjar un imperio inmenso. Lo hizo por el típico afán de conquista de cualquier monarca que desea que su reino sea lo más grande posible, pero lo hizo también para divulgar la cultura helénica. Él estaba convencido de que solo en las ciudades griegas había cultura, y de que en los otros pueblos reinaba la barbarie. Cuando llegó a Persia, se quedó admirado por la extraordinaria cultura que había allí, y decidió tomar como esposas a dos nobles persas, lo que fue mal recibido por sus propios generales. Casarse con ellas significó que admitía que eran seres humanos, y que tenían la misma dignidad que las nobles helenas. Fue el inicio del humanismo. Por tanto, casi todo el mundo afirma que el origen del humanismo occidental, fundamento de los derechos humanos, está en la antigua Grecia. ¿Por qué, entonces, lo hemos negado, si es cierto? Porque es solo parcialmente cierto. Los griegos fueron los primeros en desarrollar la reflexión humanista, esto es, aquella en la que el anthropos es el centro de todo. No obstante, era una reflexión teórica, pero sin consecuencias prácticas. El anthropos del que hablaban en teoría, en la práctica solamente lo era el varón libre. No lo era la mujer. No lo era el esclavo. Ese anthropos era aproximadamente el veinte por ciento de la población, lo cual va radicalmente en contra de lo que hoy entendemos por humanismo. ¿Era, por tanto, un falso humanismo? No, era un humanismo germinal, esto es, ya real, pero todavía no desarrollado plenamente. La aportación de los griegos fue fundamental porque introdujeron el concepto de anthropos (hombre, ser humano), que supera los tradicionales conceptos de ateniense, espartano, babilonio, judío, asirio, etc. Eso ya es muy importante. Ahora bien, el primer humanismo, teórico y práctico a la vez, lo tenemos en el cristianismo. En esta fe, nacida en el siglo I en el interior de la tradición judía, se afirma que Dios es Padre de todos, y que eso nos hace a todos hermanos e iguales entre nosotros. Ya no hay griego ni judío, ya no hay hombre ni mujer, ya no hay libre ni esclavo (Gal 3,28), idea que ya citamos en nuestra primera lección. Todos tenemos la misma dignidad. Todos somos hombres. La palabra hombre, en su sentido de anthropos, no en su sentido de varón, pasa a ser central. La idea de hombre acaba con la dualidad varón/mujer, con la dualidad fiel/infiel (esto es, judío/griego) y con la dualidad libre/esclavo. Estas tres dualidades eran los tres grandes abismos que había en la sociedad antigua. Ahora habrá una sola dualidad: hombre/todo lo demás. Así lo empezaron a practicar las primeras comunidades cristianas. En ellas, los esclavos fueron liberados y tratados como hombres libres. Las mujeres tenían un protagonismo inusual en aquella cultura. Muchos se negaron a ir a la legión romana porque para ellos luchar contra los bárbaros significaba matar hermanos, tal como explicaremos en nuestra quinta lección. Algunos incluso prefirieron ser ejecutados antes que ir a la guerra, como, por ejemplo, san Maximiliano (ejecutado en Tebessa, norte de África, el año 295). Jamás nadie había dicho esto antes. Es el inicio del humanismo occidental, fundamento de los derechos humanos. 

4. La misteriosa desaparición del humanismo en la historia de la Iglesia 

Pero la historia es un misterio. El Imperio romano se hizo oficialmente cristiano en el siglo IV. Esto debería haber supuesto que la revolucionaria antropología humanista cristiana transformara la cultura grecorromana antigua, pero no fue así. Más bien ocurrió lo contrario: el humanismo cristiano se ocultó tras la mentalidad antigua, con lo que se entró en un extraño y larguísimo período de cristiandad, en el que la única fe aceptada era la cristiana, pero en el que esta no llegó nunca a impregnar la cultura: siguió habiendo una diferencia abismal entre hombre y mujer, siguió habiendo una diferencia abismal entre fiel e infiel, y se siguió aceptando la esclavitud hasta bien entrada la Modernidad. Solo en ciertos momentos de esa historia reapareció una y otra vez, como los ojos del Guadiana, el humanismo cristiano: por ejemplo, con san Francisco de Asís, en el siglo XIII, en la Escuela de Salamanca, en el siglo XVI, y, en ese mismo siglo y los siguientes, con la defensa que algunos misioneros hicieron de los indígenas de América. La lista es larga. Citemos aquí solamente dos grandes ejemplos: en primer lugar, los dominicos Antonio de Montesinos y Bartolomé de Las Casas, en la isla de La Española —hoy, República Dominicana y Haití—, y en segundo lugar, las reducciones jesuitas del Paraguay. De estas últimas, el habitualmente cáustico filósofo francés de la Ilustración, Voltaire, proclamó en su Essai sur les mœurs (Ensayo sobre las costumbres) que aquella sociedad creada por los jesuitas era un triunfo de la humanidad. Precisamente cuando llegamos a la Ilustración, esto es, al movimiento cultural cuyo apogeo se produce a finales del siglo XVIII, que promueve el humanismo, la libertad, la democracia, el respeto por otras culturas, el fin de los privilegios estamentales, nos encontramos con un humanismo que hunde sus raíces en el cristianismo. No obstante, acabamos de decir que este humanismo quedó sepultado en el tiempo, con contadas excepciones. ¿Cómo, entonces, podemos afirmar que los modernos derechos humanos tienen una fundamentación cristiana? Lo afirmamos porque realmente la antropología que está en la base de la Ilustración tiene como único precedente histórico el cristianismo, y bebe directamente de él, a pesar de las contradicciones que hemos señalado. El humanismo cristiano permaneció vivo a lo largo de aquellos diecisiete siglos, pero no llegó a ser doctrina oficial, menos aún a impregnar la cultura. A finales del siglo XVIII, este humanismo se convierte en cultura, en nueva mentalidad, incluso en proyecto político: la democracia, que se basa en la igual dignidad de todos los ciudadanos. La democracia no llegó de golpe, sino por etapas. Al principio, solo votaban los varones libres, luego todos los varones, y finalmente todas las personas adultas, incluidas las mujeres. Costó más de un siglo llegar a este último punto, pero al fin se llegó. 

5. Características de los derechos humanos 

Hablar acerca de los derechos humanos nos llevaría mucho tiempo. Ahora no podemos desarrollar un tratado completo acerca de ellos, pero sí podemos destacar cuatro rasgos esenciales que los caracterizan. Antes de hacerlo, digamos lo que es obvio, pero que, sin embargo, se olvida demasiado a menudo: los derechos humanos son aquellos que tenemos todas las personas por nuestra mera condición de seres humanos. No los adquirimos; tampoco se nos quitan. Están con nosotros desde que nacemos hasta que morimos. No son de quita y pon. Para entender mejor esto, podemos diferenciarlos de los derechos privados y de los derechos civiles. Derechos privados son aquellos que adquirimos por el hecho de pertenecer a una asociación privada o a un club privado, como pueda ser una comunidad de vecinos, un club deportivo o una universidad. Por ejemplo, si somos estudiantes de una universidad, esto nos da derecho a asistir a ciertas clases, a utilizar su biblioteca, su cantina, y a ser miembros de algunos de sus equipos deportivos. No podríamos tener esos derechos si no fuéramos estudiantes de esa universidad. No estamos hablando de derechos humanos, sino privados: se obtienen con la condición de estudiante, y desaparecen también con ella una vez nos hemos graduado. Por su parte, los derechos civiles son aquellos que tenemos por el hecho de ser ciudadanos de un país. El hecho de tener esa nacionalidad nos otorga todos y cada uno de los derechos de los ciudadanos de esa nación: podemos votar, podemos beneficiarnos de la seguridad social, podemos transitar libremente por las calles de sus ciudades, podemos recurrir con total normalidad a los tribunales de justicia. Un inmigrante sin papeles —o sea, sin derechos civiles— no puede hacer nada, o casi nada, de todo esto: no posee la nacionalidad del país donde reside, ni siquiera dispone de permiso de residencia, que vendría a ser como una especie de permiso temporal de ciudadanía. El carné de identidad o el pasaporte de un país nos otorgan numerosos derechos civiles. En cambio, los derechos humanos, como decíamos, son aquellos que tenemos por el mero hecho de ser hombres, independientemente de si somos miembros o no de un club, independientemente de si residimos o no en nuestro propio país, o de si tenemos o no permiso de residencia en un país extranjero. Estos derechos no son de quita y pon, sino que van siempre con nosotros. Por extraño que parezca, cuando la ONU redactó la Declaración Universal de Derechos Humanos en 1948, no estaba creando una lista, o sea, aportando algo que antes no teníamos, sino que estaba reconociendo en el ser humano algo que este siempre había tenido. Por supuesto, la redacción corresponde a la antropología, en particular, la occidental, de 1948, distinta de la del año 1500 o de la del año 500. No obstante, los miembros de la ONU redactaban con la idea de que ellos estaban leyendo, interpretando, lo mejor que podían y sabían, cómo es el ser humano, cómo ha sido siempre y —salvo sorpresas— cómo será siempre. Por ello, la ONU no se otorga a sí misma el derecho a quitar ni uno solo de esos derechos; sí en cambio a añadir alguno futuro, si se diera el caso de que se habían olvidado de algún elemento importante de la vida humana, o de que no habían pensado en algo por ignorancia, por ejemplo, la posibilidad de la manipulación genética, una investigación apenas conocida en 1948. La lista de derechos humanos quedó abierta: por ello se dice «Declaración Universal de Derechos Humanos», y no «Declaración Universal de los Derechos Humanos». De haber sido «de los Derechos Humanos» se habría transmitido el mensaje de que esa lista estaba cerrada, mientras que al ser «de Derechos Humanos» se transmitió la idea, correcta, de que podría haber otros además de estos. Como decíamos, los derechos humanos tienen cuatro características: 1) Son universales, esto es, son derechos que tienen todos los seres humanos de todos los tiempos y culturas, sin excepción. Nunca estaremos autorizados a dejar de tratar a una persona como a un ser humano por el hecho de que sea un negro, un indígena, un hispano, un nazi, un comunista. Antes que cualquier pertenencia a cualquier colectivo, una persona es un ser humano, con todos sus derechos. 2) Son naturales, lo que significa que estos derechos están inscritos en nuestra naturaleza, de la misma manera que las leyes físicas lo están en el universo. No son fruto de ninguna conquista histórica, ni de ninguna convención política. Están muy por encima del juego político de mayorías parlamentarias. Están muy por encima de la democracia. La mayoría de un parlamento no puede decidir que los judíos, o los negros, o las mujeres, o cualquier otro colectivo social, sean tratados inhumanamente. Un parlamento no puede legislar en contra de los derechos humanos, aunque desgraciadamente, de facto, se esté haciendo muy a menudo, enseguida veremos por qué, cuando aludamos a la debilidad que tienen por ser ética en lugar de ley. 3) Son inviolables, pero no ilimitados. Si las dos primeras características eran fáciles de entender, llegan ahora dos algo más complejas. Que los derechos humanos sean inviolables significa que nadie se los puede sustraer a otra persona o colectivo. El vencedor de una guerra no puede quitarle los derechos humanos al vencido, ni el fuerte al débil, ni el inteligente al menos listo, ni la mayoría parlamentaria a la minoría. Ahora bien, no son ilimitados. Una persona no vive sola en el mundo, por lo que no puede ejercer sus derechos prescindiendo del hecho de que haya otros siete mil millones de personas con esos mismos derechos. Por ejemplo, uno de los derechos humanos es la libertad de expresión; no obstante, el hecho de que yo tenga libertad de expresión no me permite decir cualquier cosa en cualquier momento, interrumpiendo una clase, una conferencia o una obra de teatro. Mis derechos deben ser articulados con los derechos de todos los demás, por lo que se verán limitados, aunque no sustraídos ni violados. Como decíamos, no puedo hablar en voz alta en una sala de cine durante la proyección; durante ese rato no se me deja ejercer mi derecho a la libertad de expresión, pero sí puedo ejercerlo al acabar la proyección. En una escuela, no puedo ejercer ese mismo derecho interrumpiendo la clase de un profesor, pero sí puedo hacerlo cuando él dice que es el turno para poder opinar sobre el tema levantando la mano y siguiendo un orden. La limitación social de los derechos humanos, bien realizada, no lleva a su disminución, sino, al contrario, a su más plena realización. Sin ese orden social, viviríamos en el caos, y en el caos no podríamos ejercer nuestros derechos. Esta es la única justificación que tiene la cárcel, una institución que debería ser sometida a un buen debate, porque se recurre a ella con demasiada facilidad. El recluso pierde temporalmente la posibilidad de ejercer algunos de sus derechos, pero eso es aceptable solo en beneficio de la sociedad: si es un asesino o un violador, para proteger a sus posibles víctimas de sus agresiones potenciales. Tras ese período en la cárcel, recupera el ejercicio de esos derechos. Por este motivo, resultan difíciles de justificar la cadena perpetua y la pena de muerte. 4) Son inalienables. Otro punto de cierta complejidad, seguramente el más difícil de entender. Nadie está autorizado a sustraerse a sí mismo un derecho humano. Nadie puede aceptar ser un esclavo, o un animal, o una cosa. No escogemos libremente ser hombres. Somos hombres. No es lo mismo. La libertad, inherente a la persona, nos permite contribuir a la construcción de nuestro futuro —aunque con enormes limitaciones, como, por ejemplo, la pobreza—, pero no nos permite hacer cualquier cosa. En la Iglesia católica hay muchas congregaciones religiosas femeninas que se autodenominan «esclavas»: del Sagrado Corazón, de Cristo Rey, del Santísimo Sacramento... El término esclava solo es aceptable en el universo de la mística, en el sentido de que esas personas desean estar totalmente entregadas al Señor, como un esclavo lo estaba a su amo, pero eso no tiene ninguna consecuencia psicológica ni social: esas monjas son personas normales y ciudadanas normales con todos y cada uno de los derechos humanos y civiles, sin excepción alguna. Seguramente, el término esclavo encaja mejor en sociedades pasadas que en la nuestra: hoy podríamos explicar la misma idea diciendo seguidoras, militantes, activistas, fieles, conceptos no tan hirientes como el de esclavas o el de siervas. Así, nadie puede decir: «Pongo en venta mi libertad», ni tampoco «Pongo en venta mi voto». Nadie puede vender su cuerpo, ni siquiera una parte de él, porque el cuerpo no tiene precio. Podemos donar un órgano en vida conservando intacta nuestra salud con la finalidad de salvar a alguien, pero no podemos vender un órgano como si fuera una mercancía. Cada órgano forma parte de nuestro ser. 

6. La función ética de los derechos humanos en la cultura moderna 

Los derechos humanos están en el orden de la ética, no de la ley. Esa es su fuerza, esa su debilidad. Si fueran ley, serían fuertes, porque irían acompañados de un cuerpo judicial y policial que obligaría a su cumplimiento, pero serían también débiles, porque cualquier parlamento los podría suprimir. No son ley, son ética. Su fuerza reside en que nadie puede sustraerlos; su debilidad, en que no hay jueces ni policía que vigilen su adecuado cumplimento. Si un parlamento legisla contra los derechos humanos, nadie puede hacer nada por evitarlo. Sería quizás el caso de la pena de muerte, de la cadena perpetua, del aborto libre, de ciertas políticas migratorias, de ciertas legislaciones que desprotegieran a la mujer en su maternidad. Los derechos humanos son una voz que clama constantemente a favor de la dignidad humana en cualquier rincón del mundo, una voz que puede, o no, ser escuchada. Tenemos una obligación moral de escuchar esa voz. Decir que los derechos humanos son ética, no ley, no significa que no sean de obligado cumplimiento. Son de obligado cumplimiento, pero no se trata de una obligatoriedad legal —que conllevaría vigilancia judicial y policial—, sino de una obligatoriedad moral —que supone responsabilidad—. No existe solamente la norma que viene de fuera: heteronomía; existe también la norma que nace de dentro: autonomía. En ética, a esta obligatoriedad moral la denominamos deontología, término que procede del griego, deontós, que significa deber. 

7. La Iglesia y los derechos humanos 

Este es un punto difícil. Uno de esos puntos que bastantes autores se saltan para evitar tener problemas, o que abordan, por el mismo motivo, de manera muy diplomática. Pero aquí tenemos que ser intelectualmente honestos, porque, de no serlo, estaríamos perdiendo el tiempo. Hemos visto más arriba que el humanismo cristiano, con lenguaje propio de la f ilosofía griega, fue decisivo para llegar a formular los derechos humanos, más aún, para llegar a concebir que hubiera derechos humanos. Y hemos visto cómo, por una de esas extrañas paradojas de la historia, aunque el humanismo cristiano date del siglo I de nuestra era, las primeras formulaciones de derechos humanos son de la Ilustración, a finales del siglo XVIII, con algún precedente importante, como la Escuela de Salamanca, del siglo XVI, aunque estos precedentes tuvieron escaso eco popular y se mantuvieron en el ámbito selecto de la academia. Durante diecisiete siglos, el humanismo cristiano permaneció encerrado en los libros de las bibliotecas, sin que saliera a la luz. Cuando salió, no lo hizo ni en las escuelas de Teología, ni en los púlpitos de las parroquias, ni en documentos eclesiásticos, sino que lo hizo en el grito de los revolucionarios. Por ello, desde finales del siglo XVIII hasta mediados del siglo XX, el discurso de los derechos humanos le pilló a la Iglesia completamente con el paso cambiado. Pocas veces en su historia la Iglesia se había sentido tan incómoda. ¿Por qué incómoda? Pues porque no podía oponerse a una antropología de raíz cristiana, y al mismo tiempo no podía bendecir sin más una filosofía que promovía la libertad religiosa, cuando en aquellos tiempos, la Iglesia defendía que su fe era la única aceptable. Si era la única aceptable, carecería de sentido hablar de libertad religiosa. Por ello, la Iglesia anduvo dando tumbos con este tema durante siglo y medio: ni condenaba abiertamente, ni daba apoyo explícito. Tanto es así, que cuando llegó la formulación de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, redactada y aprobada por la ONU, el papa Pío XII no dijo ni sí ni no, sino que se mantuvo en uno de los típicos silencios que tanto gustan a cierta jerarquía eclesiástica. Paralelamente, la doctrina social cristiana iba publicando encíclicas que hablaban una y otra vez de la dignidad de la persona. ¿Cuál es la diferencia entre derechos humanos y dignidad de la persona? Ninguna. Pero derechos humanos era lenguaje subversivo, revolucionario, transformador, insumiso ante la Iglesia, mientras que dignidad de la persona era lenguaje eclesial. Fueron horas bajas para la Iglesia, no cabe duda. Afortunadamente, el papa Juan XXIII abrió las ventanas de la Iglesia, y la corriente de aire se llevó el problema. Desde entonces, solo queda algún pequeño resto. Fue el primer papa que pasó a hablar de los derechos humanos de manera abierta y decidida, apoyándolos sin asomo de duda. El texto de su encíclica Pacem in Terris (1963)2 prácticamente arranca con una enumeración de derechos y deberes humanos (PT, 8-34). Los derechos son los siguientes: 1) derecho a la existencia y a un decoroso nivel de vida, 2) derecho a la buena fama, a la verdad y a la cultura, 3) derecho al culto divino, 4) derechos familiares, 5) derechos económicos, 6) derecho a la propiedad privada, 7) derecho de reunión y asociación, 8) derecho de residencia y emigración, 9) derecho a intervenir en la vida pública, y 10) derecho a la seguridad jurídica. Los deberes son los siguientes: 1) deber de respetar los derechos ajenos, 2) deber de colaborar con 2. Después de esta encíclica vino la constitución pastoral del concilio Vaticano II, Dignitatis Humanae (1965). Estos dos documentos marcan el inicio de una larga lista de textos eclesiásticos en los que se defiende abiertamente los derechos humanos. los demás, y 3) deber de actuar con responsabilidad. Juan XXIII levantó la veda. Desde entonces, los documentos eclesiásticos a favor de los derechos humanos son numerosos, a menudo con este rasgo del papa Juan, que mostró que derechos y deberes son las dos caras de una misma moneda: no puede haber unos sin otros. Demasiado a menudo ha habido discursos filosóficos, sociales, políticos, a favor de los derechos humanos sin mencionar los deberes correspondientes, lo que ha llevado a una antropología extremadamente adolescente: «¡Tengo derecho a esto, a eso y a aquello!». El rasgo más característico del pensamiento social cristiano en este tema no es, sin embargo, la alusión a los deberes, sino la fundamentación teológica del discurso acerca de los derechos humanos: todos tenemos la misma dignidad porque todos somos igualmente hijos de Dios gracias a Jesucristo, el Hijo, hecho hombre como nosotros. En cambio, el discurso civil acerca de los derechos humanos carece de fundamentación teológica. De hecho, carece de cualquier tipo de fundamentación, y por ello ha habido un consenso general en torno a la idea de que la sociedad no se detenga a pensar en el problema de la fundamentación de los derechos humanos porque no nos vamos a poner nunca de acuerdo. Ahí están los derechos humanos, bien formulados, bien claros, basados en la nada. Su fundamento es una fe civil que no encuentra formulación. Ha habido intentos, como, por ejemplo, el personalismo, pero nunca ha habido uno que haya recogido el sentir colectivo general. Pero las cosas no acaban aquí. Si la Iglesia ha tardado en hacer suyo el discurso acerca de los derechos humanos (desde Juan XXIII y el concilio Vaticano II), el respeto práctico por los derechos humanos en el seno de la propia Iglesia es un camino que no ha hecho más que empezar. Hay muchos debates abiertos, que aquí no abordaremos, pero cuya enumeración puede dar una idea del trabajo que queda por hacer: 1) ¿Es compatible la prohibición del acceso de las mujeres a los ministerios eclesiales de diácono, presbítero y obispo, con la igualdad hombre-mujer afirmada en los derechos humanos y, mucho antes, en la ya citada frase de san Pablo, «en Jesucristo ya no hay ni hombre ni mujer» (Gal 3,28)? 2) ¿Es compatible la prohibición del voto femenino en un cónclave (por el hecho de que una mujer no puede ser cardenal) con la mencionada igualdad hombre-mujer afirmada en los derechos humanos? 3) ¿Es compatible la prohibición de dar conferencias y clases y de publicar que han sufrido algunos teólogos con la libertad de pensamiento? (Una cosa es declarar que determinadas ideas de determinado teólogo no representan el pensamiento oficial de la Iglesia católica, y otra cosa muy distinta es prohibirle de por vida dar clases y publicar). 4) ¿Es compatible con los derechos humanos —como, por ejemplo, el derecho a la libertad de expresión, el derecho de voto o el derecho a no ser torturado— la relación diplomática habitual que el Vaticano ha tenido con dictaduras extremadamente crueles? 5) ¿Es compatible el ministerio castrense con ciertas actuaciones manifiestamente agresivas y ofensivas que han tenido algunos ejércitos en las relaciones internacionales? (Si muchos se horrorizarían al pensar en un capellán atendiendo pastoralmente a un grupo guerrillero o a una mafia organizada, ¿por qué no se horrorizan al saber que hay capellanes en ejércitos de conducta despiadada?) 6) ¿Es admisible el hecho de que en no pocas instituciones eclesiales se admita el trabajo mal pagado, algo opuesto a los derechos laborales, bajo capa de semivoluntariado? Es verdad que nadie puede dar lecciones de derechos humanos. ¿Pueden darlas los partidos políticos, a menudo con un control férreo no solo de la ideología, sino incluso de la posibilidad de hablar en público? ¿Pueden darlas las democracias, tantas veces salpicadas por casos de corrupción? ¿Pueden darlas otras Iglesias o confesiones, que también sufren sus contradicciones flagrantes? Nadie es maestro en derechos humanos. Todos somos discípulos. La Iglesia no es una excepción. 

8. Conclusión 

Los derechos humanos tienen un pretendido lenguaje civil, laico, para dejar claro que están más allá de cualquier confesión religiosa histórica. No obstante, nos engañaríamos si no reconociéramos que el humanismo occidental hizo posible la formulación de los derechos humanos; y nos engañaríamos también si no afirmáramos que este humanismo hunde sus raíces no solo en la filosofía griega, sino también y sobre todo en la fe cristiana, la primera en la historia de la humanidad en afirmar que todos los seres humanos somos hijos de Dios, iguales entre nosotros, sin excepción. Si la historia fuera lógica, la Declaración Universal de Derechos Humanos debería haber sido formulada en el siglo I, con el cristianismo, pero no fue así. Se empezó a gestar en las revoluciones francesa y americana, a finales del siglo XVIII, con el movimiento denominado Ilustración, y llegó a su plenitud —por lo menos la conocida hasta ahora— en 1948, con la declaración de la ONU. Así como un bebé tiene potencialmente la capacidad de llegar a hablar, a razonar y a comer un filete de carne, aunque no pueda hacer nada de eso en los primeros meses de vida, así también la humanidad empezó a gestar la formulación de los derechos humanos en el siglo I con el cristianismo, pero su formulación explícita y universal no llegó hasta el siglo XX. Y su cumplimiento práctico todavía no ha llegado a darse de manera universal. Aún estamos madurando. Tal vez demasiado lentamente. La Iglesia católica tardó un tiempo en hacer suyo el discurso de los derechos humanos, que se había iniciado a finales del siglo XVIII. El paso lo dio Juan XXIII, a finales de los cincuenta e inicios de los sesenta. Desde entonces, la Iglesia no ha hecho sino aportar reflexiones interesantes a este discurso, en el que destacan importantes autores cristianos. Ahora bien, como en cualquier otra institución humana, en la Iglesia aún queda un camino por recorrer en el tema del respeto práctico de los derechos humanos.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario