miércoles, 12 de marzo de 2014

DE LA ANTINOMIA CAPITALISMO/SOCIALISMO A LA ECONOMÍA SOCIAL DE MERCADO

José Sols Lucia.

1. Luces y sombras del capitalismo 

La historia del capitalismo es larga y está llena de éxitos y fracasos. Ha sido el sistema que más admiración y también el que más odio ha despertado en la historia de la humanidad, ha sido el más analizado y el que más ha transformado el mundo en menos tiempo. Es un sistema extremadamente simple, que paradójicamente se ha vuelto extraordinariamente complejo. Cuatro etapas jalonan su historia, cada cual más breve que la anterior, porque el capitalismo tiende a la celeridad: 1) El capitalismo comercial nació en la Edad Media, y recorrió los siglos XVI, XVII y XVIII con una importante dosis de colonialismo europeo en América y en Asia. Su eje vertebrador fue el comercio a escala regional, incluso solo comarcal —intercambio de telas, productos del campo, ganadería, etc.—. Solo algunas materias primas venían de lejos, de las colonias de América o de Asia. 2) El capitalismo industrial nació con la Revolución Industrial a finales del siglo XVIII en Inglaterra, y pronto se extendió a Francia, Alemania, Suiza, España, Holanda, Estados Unidos, Japón, entre otros. Recorrió todo el siglo XIX y buena parte del XX. Su eje vertebrador fue la producción industrial a gran escala con manufacturas en serie y con nuevas tecnologías procedentes del campo —revolución tecnológica agrícola del siglo XVIII—. La producción y la productividad aumentaron enormemente. Un siglo después, en la década de los años setenta del siglo XIX, se produjo una saturación de mercados y una subida de precios de las materias primas, lo que provocó una crisis de crecimiento, que tuvo como consecuencia una segunda expansión colonial hacia América Latina y hacia Asia, algo menos hacia África, con un reparto de colonias tan desafortunado en África y en Asia que provocó el estallido de la Primera Guerra Mundial entre las grandes potencias coloniales, principalmente los imperios alemán y austrohúngaro contra Inglaterra y Francia. 3) El capitalismo financiero tuvo su semilla en el siglo XIX, pero se desarrolló a lo largo del xx. Constituyeron su eje vertebrador las bolsas donde se compraban acciones de empresas. Su primera gran crisis se produjo con la caída de los valores de la bolsa de Wall Street, Nueva York, en octubre de 1929, una crisis que se expandió por Estados Unidos y Europa, y que provocó la subida del nacionalsocialismo al poder en Alemania y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, acumulando al mismo tiempo algunos problemas coloniales mal resueltos tras la Primera Guerra Mundial. Su segunda gran crisis estalló en 2008. 4) Finalmente, el capitalismo informacional acaba de nacer hace apenas una década. Su eje vertebrador es la comunicación global. El sistema capitalista tiene su fundamento filosófico en el liberalismo de finales del siglo XVIII (Adam Smith), que promueve las libertades del individuo. El planteamiento teórico del capitalismo es extremadamente simple: hay libertad de mercado. Cada agente económico puede producir, vender o comprar lo que quiera. Los precios se regulan por sí solos con la ley de la oferta y la demanda. El Estado no debe intervenir en economía, como no sea simplemente para delimitar unas mínimas reglas de funcionamiento del sistema. El capitalismo se mostró pronto como un sistema apto para generar riqueza, pero torpe para distribuirla. Esto es especialmente cierto en el caso del capitalismo industrial, que es el que más páginas de pensamiento social cristiano ha llenado. La libertad de mercado, la emprendeduría —neologismo para definir el carácter emprendedor del sistema, donde cualquier persona puede crear y desarrollar una empresa—, la libre competencia, han sido elementos que han generado mucha riqueza, pero esta ha recaído en quien había puesto el capital, y no en quien había puesto el trabajo. El resultado ha sido la desigualdad global más grande de la historia de la humanidad. 

2. Luces y sombras del socialismo 

Entre los muchos críticos del capitalismo que hubo a lo largo del siglo XIX, no cabe duda de que fue Karl Marx la verdadera bestia negra del sistema. Dedicó años a analizar el capitalismo en el marco de una filosofía hegeliana de la historia, pero dándole la vuelta al sistema de Hegel, que según Marx estaba cabeza abajo, porque Hegel afirmaba que el Espíritu (esto es, el orden del conocimiento, de la ciencia, de las ideas) es lo que hace que las civilizaciones se sucedan unas a otras con una lógica dialéctica de tesis, antítesis y síntesis, siendo la tesis el conocimiento que aporta una civilización; la antítesis, aquello a lo que esta no logra hacer frente; y la síntesis, el surgimiento de una nueva civilización que recoge tanto la tesis como la antítesis, una civilización que, a su vez, perecerá años más tarde ante una nueva antítesis, que a su vez dará lugar a una nueva síntesis —otra civilización—. Marx dijo que el sistema de Hegel estaba cabeza abajo —porque Hegel afirmaba que era el conocimiento lo que movía la historia—, y que lo que había que hacer era darle la vuelta y ponerlo con los pies en el suelo, esto es, sostenido en la economía, en lo infraestructural. Es la economía, o sea, los modos de producción, lo que hace avanzar la historia. Según Marx, la historia es una sucesión dialéctica de modos de producción, donde cada uno de ellos (tesis) genera su propia contradicción (antítesis), a la que no puede hacer frente, y por la que perece, dando lugar a un nuevo modo de producción (síntesis). Marx consideraba que los modos de producción que había habido hasta el siglo XIX eran, por este orden, el asiático, el antiguo, el feudal y el capitalista, y anunció que los que vendrían luego serían el socialista y el comunista. Fin de la historia. Enorme contradicción de la lógica dialéctica, que debería afirmar que la historia no se detendrá nunca. Marx no quiso esperar a que llegase el socialismo, cosa que tendría que empezar en un país muy desarrollado —probablemente, Gran Bretaña o Alemania— para luego ir extendiéndose por todo el mundo. Afirmó que había que acelerar el proceso, lo que suponía acentuar las contradicciones del capitalismo para que llegara pronto el socialismo, lo cual acabó sucediendo en Rusia —país, por cierto, muy poco desarrollado industrialmente— de la mano de los bolcheviques liderados por Lenin, Stalin y Trotski. El socialismo también es de planteamientos simples: el Estado controla toda la economía. En lugar de dejar que sean los agentes libres —personas o empresas— quienes decidan qué quieren producir, comprar o vender, y en lugar de dejar que se pongan de acuerdo entre ellos en los precios, el socialismo opta por la planificación centralizada a fin de que el Estado asuma toda la responsabilidad de la vida digna de todos los ciudadanos. El Estado, a través de sus planes quinquenales —planes económicos a cinco años vista—, lo decide todo: lo que se produce, quién lo produce, cómo se distribuye, a qué precio se vende. No puede fallar nada. Si hay ligeros errores, se retocan en el siguiente plan quinquenal. El socialismo acabó con la pobreza, pero también con la libertad. El problema reside en que la vida solo con pan no llega a ser humana: la libertad es esencial. Este fue el mayor error que cometió Marx, y que reprodujeron sus seguidores Lenin, Stalin y Trotski, y que intentaron corregir los socialdemócratas. Con la caída del muro de Berlín, en noviembre de 1989, todo el sistema se fue al traste. Hacía años que se aguantaba solamente con alfileres. Por el camino había dejado un reguero de multitudes de personas encarceladas en Siberia o directamente ejecutadas por no someterse a los dictados del sistema. El socialismo fue la gran esperanza y el gran fracaso del siglo XX. 

3. Críticas del pensamiento social cristiano a ambos sistemas 

A finales del siglo XIX, ante el enorme desarrollo del sistema capitalista industrial —visto como algo muy nuevo y moderno— y ante la amenaza del socialismo —que estaba madurando como proyecto—, el papa León XIII se sintió moralmente obligado a escribir acerca de estos dos sistemas. En su famosa encíclica de 1891, Rerum Novarum, que significa «acerca de las cosas nuevas», siendo las «cosas nuevas» el capitalismo y el socialismo, León XIII no se pronunció a favor de un sistema frente al otro, que es lo que muchos esperaban que hiciera, sino que criticó ambos por inhumanos. Mostró que las filosofías que contenían uno y otro sistema, así como alguno de sus pilares técnicos, eran difícilmente conciliables con la fe cristiana. Veamos qué dijo acerca de cada uno de ellos. 

3.1. Crítica del socialismo. León XIII, en la Rerum Novarum, inicia su reflexión mostrando que la situación en que se encuentran los trabajadores de las fábricas es indigna: [...] es urgente proveer de la manera oportuna al bien de las gentes de condición humilde, pues es mayoría la que se debate indecorosamente en una situación miserable y calamitosa, ya que, disueltos en el pasado siglo los antiguos gremios de artesanos, sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío, desentendiéndose las instituciones públicas y las leyes de la religión de nuestros antepasados, el tiempo fue insensiblemente entregado a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la desenfrenada codicia de los competidores. Hizo aumentar el mal la voraz usura, que, reiteradamente condenada por la autoridad de la Iglesia, es practicada, no obstante, por hombres codiciosos y avaros bajo una apariencia distinta. Añádase a esto que no solo la contratación del trabajo, sino también las relaciones comerciales de toda índole, se hallan sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios (RN, 1). Resulta curioso que, acto seguido, antes de haber analizado críticamente el capitalismo, el papa critique el socialismo, todavía no existente como sistema histórico, sino tan solo como proyecto revolucionario. Al socialismo lo juzga duramente por su pretensión de suprimir la propiedad privada: Para solucionar este mal, los socialistas, atizando el odio de los indigentes contra los ricos, tratan de acabar con la propiedad privada de los bienes, estimando mejor que, en su lugar, todos los bienes sean comunes y administrados por las personas que rigen el municipio o gobiernan la nación. Creen que con este traslado de los bienes de los particulares a la comunidad, distribuyendo por igual las riquezas y el bienestar entre todos los ciudadanos, se podría curar el mal presente. Pero esta medida es tan inadecuada para resolver la contienda, que incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es, además, sumamente injusta, pues ejerce violencia contra los legítimos poseedores, altera la misión de la república y agita fundamentalmente a las naciones (RN, 2). El socialismo quería suprimir la propiedad privada de los medios de producción, no así la de los bienes de consumo, porque en ese sistema se consideraba que todo el proceso productivo tenía que estar controlado por el Estado. El papa considera inaceptable este punto, dado que la propiedad es un derecho natural —tal como hemos visto en la tercera lección, acerca de la propiedad— que ningún Estado tiene derecho a retirar, aunque sí a estructurar socialmente. El papa advierte que, aun cuando parezca que la supresión de la propiedad privada va a beneficiar a las clases obreras frente a la clase capitalista, tal medida perjudicará también a los trabajadores. El trabajador tiene derecho a la propiedad, fruto de su trabajo: Con lo que de nuevo viene a demostrarse que las posesiones privadas son conforme a la naturaleza. Pues la tierra produce con largueza las cosas que se precisan para la conservación de la vida y aun para su perfeccionamiento, pero no podría producirlas por sí sola sin el cultivo y el cuidado del hombre. Ahora bien, cuando el hombre aplica su habilidad intelectual y sus fuerzas corporales a procurarse los bienes de la naturaleza, por este mismo hecho se adjudica a sí aquella parte de la naturaleza corpórea que él mismo cultivó, en la que su persona dejó impresa una a modo de huella, de modo que sea absolutamente justo que use de esa parte como suya y que de ningún modo sea lícito que venga nadie a violar ese derecho de él mismo (RN, 7). El papa León XIII critica también la apuesta del socialismo por la revolución violenta como medio para lograr un radical cambio de estructuras económicas. Nosotros hemos conocido la socialdemocracia —o socialismo democrático—, pero no podemos olvidar que durante un siglo entero el proyecto socialista fue revolucionario, o sea, que apostaba por el derrocamiento violento de la clase burguesa, el despojo de sus propiedades, la ejecución o encarcelamiento de muchos empresarios, la nacionalización de las empresas y la dictadura del proletariado. Este era el proyecto de Marx, y así se llevó a cabo en la URSS, en los demás países de la Europa del Este, en China, en Cuba y en Corea del Norte. Por ello, el papa invita a los obreros a «abstenerse de toda violencia al defender sus derechos y no promover sediciones» (RN, 14). Cuarenta años después, en 1931, el papa Pío XI defiende en Quadragesimo Anno, que tanto el capital como el trabajo son necesarios para la actividad económica: de nada sirve que uno se imponga sobre el otro; deben vivir en armonía. El papa Pío XI apuesta por una reforma de las instituciones y por una reforma de las costumbres. Armonía entre clases, en lugar de lucha de clases. 

3.2. Crítica del capitalismo. No obstante, el papa León XIII, no defiende en absoluto al capitalismo. En primer lugar, critica el hecho de que en este sistema, los proletarios sean de facto ciudadanos de segunda categoría, cuando de iure son ciudadanos normales con los mismos derechos que pueda tener cualquier otro ciudadano: Pero ha de tenerse presente también, punto que atañe más profundamente a la cuestión, que la naturaleza única de la sociedad es común a los de arriba y a los de abajo. Los proletarios, sin duda alguna, son por naturaleza tan ciudadanos como los ricos, es decir, partes verdaderas y vivientes que, a través de la familia, integran el cuerpo de la nación, sin añadir que en toda nación son inmensa mayoría. Por consiguiente, siendo absurdo en grado sumo atender a una parte de los ciudadanos y abandonar la otra, se sigue que los desvelos públicos han de prestar los debidos cuidados a la salvación y al bienestar de la clase proletaria; y si tal no hace, violará la justicia, que manda dar a cada uno lo que es suyo. Sobre lo cual escribe sabiamente santo Tomás: así como la parte y el todo son, en cierto modo, la misma cosa, así lo que es del todo, en cierto modo, lo es de la parte. De ahí que entre los deberes, ni pocos ni leves, de los gobernantes que velan por el bien del pueblo, se destaca entre los primeros el de defender por igual a todas las clases sociales, observando inviolablemente la justicia llamada distributiva (RN, 24). Así, en el capitalismo, de hecho solo gozan del derecho de propiedad los capitalistas, no así los trabajadores, cuyo salario es tan bajo que les impide acceder a la propiedad. Por ello, el papa promueve salarios justos, que den acceso a todos los trabajadores a gozar de la propiedad, fruto de su trabajo: Si el obrero percibe un salario lo suficientemente amplio para sustentarse a sí mismo, a su mujer y a sus hijos, dado que sea prudente, se inclinará fácilmente al ahorro y hará lo que parece aconsejar la misma naturaleza: reducir gastos, al objeto de que quede algo con que ir constituyendo un pequeño patrimonio. [...] Por ello, las leyes deben favorecer este derecho y proveer, en la medida de lo posible, a que la mayor parte de la masa obrera tenga algo en propiedad (RN, 33). En el pensamiento social cristiano se afirma que el hombre no debe sentirse el último propietario de los bienes, sino más bien su administrador. Dado que espontáneamente el sistema de libre mercado no trae vida digna para todos, sino que premia a los capitalistas y castiga a los trabajadores, León XIII defiende la intervención del Estado para garantizar el acceso de todos a la propiedad, pero solo con dos objetivos: 1) la defensa de la propiedad, y 2) la defensa de los desfavorecidos, de los que carecen de propiedad. En concreto, el papa no cree que el trabajo deba quedar sometido a los vaivenes del mercado: el Estado tiene que intervenir para imponer salarios justos. El papa defiende también el derecho a la libre asociación, aunque pref iera las corporaciones interclasistas —empresarios y obreros unidos— a los sindicatos horizontales —obreros unidos frente a la patronal—: Efectivamente, se necesita moderación y disciplina prudente para que se produzca el acuerdo y la unanimidad de voluntades en la acción. Por ello, si los ciudadanos tienen el libre derecho de asociarse, como así es en efecto, tienen igualmente el derecho de elegir libremente aquella organización y aquellas leyes que estimen más conducentes al fin que se han propuesto (RN, 39). Cuarenta años después, en 1931, en la Quadragesimo Anno, Pío XI es aún más duro en su crítica del capitalismo de lo que lo había sido León XIII. Llega a calificarlo de «dictadura económica» (QA, 105) por su lógica tendencia a los monopolios, que hacen imposible el libre mercado. Pío XI considera que el capitalismo ha introducido en la vida humana costumbres insanas, como la insaciable sed de riquezas y de bienes temporales (QA, 132), que constituyen la perversión de todo el sistema económico. Por ello, decíamos, propone una reforma de las costumbres; concretamente, apuesta por la moderación y por la caridad. 3.3. Ni uno ni otro Los documentos de la doctrina social de la Iglesia fueron confirmando estas intuiciones iniciales de Rerum Novarum. La crítica de ambos sistemas, capitalismo y socialismo, ha sido constante porque cada uno de ellos se ha mostrado claramente inhumano. Prueba de ello es que en 1931 el papa Pío XI quiso conmemorar los cuarenta años de aquella primera encíclica con la publicación de otra encíclica social, la Quadragesimo Anno, que ya hemos mencionado, en cuya redacción tuvo un papel protagonista el teólogo y economista católico Oswald von Nell-Breuning. Si la Rerum Novarum había sido escrita en plena expansión de la Revolución Industrial, en pleno triunfo del capitalismo, la Quadragesimo Anno fue escrita en plena crisis del capitalismo, como consecuencia del crac bursátil de 1929, y en plena expansión del socialismo soviético ruso, con su primer plan quinquenal en funcionamiento (1928-1932). Aquí ya se veían las consecuencias negativas de uno y otro sistema: 1) Acerca del capitalismo. A las consecuencias negativas ya divisadas en este sistema a finales del siglo XIX, se sumaban ahora las consecuencias por la locura que puede llegar a constituir el capitalismo financiero sin control estatal alguno. 2) Acerca del socialismo. A las objeciones teóricas apuntadas ya a finales del XIX, se sumaba ahora, tras catorce años de dictadura soviética rusa, la constatación de la pérdida de libertad individual que comportaba el socialismo. Ni León XIII ni los papas posteriores se propusieron presentar un sistema económico alternativo. No obstante, sus encíclicas, en particular Rerum Novarum y Quadragesimo Anno, pusieron los fundamentos para el sistema económico que acabaría siendo el gran descubrimiento del siglo XX en este terreno: la economía social de mercado. 

4. Origen cristiano de la economía social de mercado 

La doctrina social de la Iglesia, y en general el pensamiento social cristiano, tuvo un importante papel en el origen de la teoría acerca de la economía social de mercado, concretamente, con las aportaciones de Oswald von Nell-Breuning, Gustav Gundlach y Arthur Fridolin Utz1. Estos economistas cristianos vieron en los documentos pontificios dos principios que podían constituir el eje de un nuevo sistema económico que superara los males del capitalismo y del socialismo. 

4.1. Principio de subsidiariedad. El principio de subsidiariedad tiene su origen en la afirmación de la libertad individual propia del liberalismo, pero concebida no en términos absolutos, sino articulada socialmente como una red de múltiples libertades individuales que requiere de una eventual intervención del Estado. Se afirma, por tanto, que existe la libertad individual como derecho natural, pero esto no lleva a un individualismo típico del liberalismo, sino que se acepta que el Estado podrá intervenir cuando la libertad individual se encamine hacia flagrantes injusticias sociales. ¿Por qué se lo llama a esto principio de subsidiariedad? En la antigua Roma, se recurría en algunas batallas al denominado subsidium. El subsidium era una parte del ejército que se mantenía agazapada durante la batalla, sin intervenir en esta. Si la batalla iba bien para la legión romana, el subsidium no llegaba a intervenir y regresaba al campamento sin haberse estrenado. En cambio, si la victoria se le resistía a la legión, entonces el general daba orden al subsidium de intervenir, lo que suponía la entrada de una tropa fresca y con fuerzas, que hacía cambiar el signo de la batalla. Por tanto, el subsidium estaba preparado para el combate, pero solo intervenía si era necesario. Esta es la idea que se sigue en varios deportes, como el fútbol, donde los suplentes están en el banquillo, preparados para entrar en el terreno de juego solo si el entrenador lo considera necesario. En la economía social de mercado, el Estado tiene la función del subsidium, lejos del ausente Estado capitalista y también del omnipresente Estado socialista. El Estado está preparado para intervenir en economía si eso fuera necesario, por lo que debe cobrar impuestos y estar dotado de 1. Aquí seguiremos de cerca varios estudios y conferencias de Eugenio Recio, profesor emérito de ESADE, Universidad Ramon Llull (especialmente Recio, 2009; para los demás estudios, ver Bibliografía). estructuras de intervención, pues sería imposible intervenir si no se estuviera preparado para ello, como el reserva de fútbol no está en su casa viendo el partido por la tele, sino en el estadio, sentado en el banquillo, con la ropa de deporte puesta, a punto para entrar en juego en cuanto se lo ordene el entrenador. En este sistema, a diferencia del capitalismo, el Estado no da total libertad de mercado, de modo que se puedan producir enormes desigualdades, o un alarmante desempleo; por otro lado, a diferencia del socialismo, en este sistema, el Estado no lo controla todo, sino que da libertad a los agentes económicos. En definitiva, da libertad, pero se mantiene vigilante para intervenir si hace falta. ¿Cuál es, entonces, el criterio de intervención del Estado? El principio de solidaridad. 

4.2. Principio de solidaridad. El término solidaridad es la variante moderna del concepto de fraternidad, que constituía el tercer elemento del grito de la Revolución francesa: Libertad, igualdad, fraternidad. La idea de fraternidad universal es cristiana: todos somos hijos de Dios, y por ello todos somos hermanos. Esta idea contiene dos puntos: 1) lo humano es más importante que la pertenencia a uno u otro colectivo humano, ya sea este nacional, racial, religioso, étnico, profesional o ideológico, y 2) el otro (esto es, aquel que es distinto de mí y de los míos) es, de alguna manera, un miembro de mi familia, por lo que sus problemas me afectan. Así como yo, si supiera que mi madre ha ingresado en estado grave en el hospital, saldría disparado hacia allí para ver cómo está, para acompañarla y ver qué puedo hacer por ella, así también, de manera análoga, si sé que ha habido un terremoto en Haití, me preocuparé por el bienestar de los haitianos, aun cuando no conozca a ninguno de ellos personalmente, dado que la humanidad entera es una familia, en la que todos somos hermanos, hijos de Dios. A finales del siglo XVIII, la Ilustración adoptó esta idea de fraternidad, pero ya no en categorías religiosas, sino solo civiles. Precisamente por ello, circunscribió la fraternidad a la ciudadanía en lugar de mantenerla en el universo de la humanidad: «todos los ciudadanos del mismo país somos de algún modo hermanos», lo cual supone un cierto reduccionismo del humanismo cristiano. No obstante, fue un primer paso, que acabaría llevando a la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, tal como hemos visto en la segunda lección. A finales del siglo XX e inicios del XXI, el término fraternidad, tanto en español como en otros idiomas cercanos al nuestro, como puedan ser el inglés (fraternity), el francés (fraternité), el italiano (fraternità), el portugués (fraternidade) o el alemán (Brüderlichkeit), entró en desuso, al menos en el terreno de lo social y de lo político. Le tomó el relevo el término solidaridad: solidarity, en inglés; solidarité, en francés; solidarità, en italiano; solidariedade, en portugués; Solidarität, en alemán. En la línea de lo dicho en relación a la fraternidad, la solidaridad hace que unos debamos preocuparnos por los otros, especialmente por los más desfavorecidos. El pensamiento social cristiano afirma que un buen sistema económico será aquel que no genere víctimas, y en caso de que no logre evitarlo, que cree sistemas estructurales de atención especial hacia esas víctimas para que dejen de serlo. La solidaridad intenta hacerse cargo de los desechos del mercado. Aunque tendamos a pensar que el mercado satisface necesidades, esto no es cierto. El mercado satisface demanda solvente, no necesidades humanas. En el mercado se vende aquello que alguien desea tener y por lo que está dispuesto a pagar. Un solo rico que desee un coche carísimo, lo obtendrá en el mercado sin problema, mientras que 2 600 millones de pobres que deseen vivienda digna, comida sana, agua potable y escuela básica se quedarán sin obtener nada de esto en el mercado por no tener dinero para pagarlo. Al no satisfacer el mercado necesidades, dado que solo se rige por la ley de la oferta y la demanda, y dado que permanece ciego ante cualquier cosa que no sea esto, surge la solidaridad, o sea, la acción desinteresada de personas para ayudar a las víctimas del sistema. Esta solidaridad puede ser vehiculada a través del Estado social en la economía social de mercado, o a través de la caridad privada —donaciones altruistas a cambio de nada— en el capitalismo. 5. Estructura ideológica Aunque parezca paradójico, la economía social de mercado tuvo una doble fundación histórica: cronológicamente hablando, su primer origen reside en los Estados Unidos, en los años 1930, con el New Deal del presidente Franklin D. Roosevelt, inspirado en las teorías del economista británico John M. Keynes; y el segundo reside en Alemania, tras la Segunda Guerra Mundial, como intento de elaboración de un sistema nuevo, más justo que los anteriores, capitalismo y socialismo. La diferencia entre estos dos orígenes, en Estados Unidos y en Europa, está en el hecho de que en América, el sistema se adoptó como medida excepcional para salir de la enorme crisis de los años treinta, resultado del crac bursátil de 1929, sin ánimo de reinventar un sistema radicalmente nuevo, mientras que en Europa, particularmente en Alemania, la voluntad fue decididamente la de emprender algo nuevo y duradero, como así fue, de hecho, durante lo que podríamos denominar dulce era Keynes, años cincuenta, sesenta y setenta, hasta la crisis del petróleo y la llegada de las políticas neoliberales procedentes de la Escuela de Chicago. Los principales representantes de esta escuela fueron Milton Friedman —Premio Nobel de Economía en 1976— y George Stigler —Premio Nobel de Economía en 1982—, cuyas teorías fueron implementadas en las políticas económicas de la primera ministra británica Margaret Thatcher y del presidente norteamericano Ronald Reagan, en la década de los ochenta. De este es aquella famosa frase: «in this present crisis, government is not the solution to our problem; government is the problem» («en la crisis actual, el Estado no es la solución a nuestros problemas; el Estado es el problema»). De hecho, el primer líder occidental en implementar estas políticas fue el dictador chileno Augusto Pinochet, en los años setenta. Milton Friedman se sintió orgulloso de las políticas económicas de este dictador, y las llegó a denominar sin rubor «el milagro chileno», un milagro que produjo un importante incremento del PIB, sí, pero también unas desigualdades sociales enormes. La economía social de mercado, instaurada de manera estructural en Europa después de la Segunda Guerra Mundial, quiso dejar atrás dos sistemas económicos que había habido en Europa y que se consideraban desacertados: En primer lugar, se evitó el liberalismo extremo de la doctrina del laissez faire, laissez passer (dejad hacer, dejad pasar, o sea, libertad total de producción y de comercio), porque, como ya hemos dicho, se había visto que el mercado miraba hacia otro lado cuando había problemas humanos de calado: pobreza, paro, trabajadores mal pagados, condiciones laborales indignas, etc. Y en segundo lugar, se evitó igualmente la desafortunada planificación económica del nacionalsocialismo alemán y del socialismo soviético, dado que suponía una alarmante falta de libertad y de creatividad para la ciudadanía. La economía social de mercado intentó vincular el principio de la libertad de mercado con el de la compensación o equilibrio social. El término economía social de mercado (Sozialen Marktwirtschaft) fue acuñado en Alemania en 1946. El primer principio que vertebra la economía social de mercado es el de la libertad del individuo como un valor en sí, expresión de la dignidad y de la autorresponsabilidad de la persona humana (Recio, 2009: 22). Es un principio típicamente liberal, que era formulado en estos términos por el político alemán Ludwig Erhard, en 1958: «El ideal que proponemos se basa en la fortaleza que permite que diga cada uno ‘Yo quiero valerme con mis propias fuerzas, quiero soportar por mí mismo el riesgo de la vida, quiero ser el responsable de mi destino’» (cit. en Recio, 2009: 22). El segundo principio es el de la apertura a los demás y la sensibilidad social (Recio, 2009: 23), esto es, la apertura al otro social, que consiste en la vinculación de la persona con la comunidad. Es el principio que antes hemos denominado de solidaridad. En la economía social de mercado, el Estado asume la responsabilidad social que deriva de este principio y trata de proteger a las posibles víctimas del sistema. No llega a la intromisión, a menudo agobiante, del Estado socialista, pero tampoco mira hacia otro lado cuando hay un problema social de calado. Ahora bien, esto tiene, sí, una gran ventaja, pero también dos importantes desventajas. La ventaja consiste en que la ciudadanía se siente protegida por el Estado. Por ejemplo, si se me tiene que hacer una operación de alto riesgo, yo sé que no me va a costar nada, ya que la va a pagar el Estado. En cambio, en un sistema liberal, o me la costeo yo, o me quedo sin intervención quirúrgica. Y estas son las dos desventajas: 1) Los ciudadanos tienen que pagar muchos impuestos para mantener ese Estado, y eso duele en el bolsillo, dificulta la emprendeduría, y sitúa las empresas de los países con economía social de mercado en situación de desventaja en relación con las empresas de países con sistema liberal, que pagan menos impuestos, por lo que colocan sus productos en el mercado global a un precio más barato. Y 2) el Estado social infantiliza a la ciudadanía. Los ciudadanos, ante los problemas, no toman decisiones, sino que esperan que el Estado haga algo. A la larga, esta infantilización de la ciudadanía se paga cara, dado que el Estado tiene que solventar absolutamente todos los problemas —seguridad, infraestructuras, salud, educación, medio ambiente, etc.—, y eso acaba resultando muy costoso. Eugenio Recio resume en seis puntos las características de la economía social de mercado (cf. Sols, Florensa y Camprodon, 2009: 84-85; cf. Recio, 2009: 24-27): 1. Se respeta el libre mercado de competencia, en el que existe la propiedad privada de los medios de producción. 2. Se lleva a cabo una adecuada política social. Se requiere la intervención del Estado con una legislación social para aquellos casos en los que el mercado no logre resolver los problemas sociales o económicos. 3. Hay una política de coyuntura que compensa los desequilibrios inevitables que aparecen en todo mercado libre, como pueden ser las f luctuaciones en el empleo y en la balanza de pagos, evitando sus graves consecuencias económicas y sociales. 4. Se sigue una política de crecimiento económico que implica la creación de las condiciones jurídicas y de las infraestructuras necesarias para un desarrollo sostenible, de manera que se pueda dar una innovación en el aparato productivo. 5. Una adecuada política estructural debe ofrecer ayudas a los sectores o regiones en los que el mercado no funcione correctamente por razones naturales, técnicas o de otro tipo. 6. Resulta imprescindible una armonización coherente de todos los principios, objetivos e instrumentos utilizados en las políticas económicas y sociales. Con la dulce era Keynes se tuvo la sensación de que se había llegado al f inal de la historia. En toda la historia de la humanidad nunca un sistema económico había sido tan justo, tan democrático, tan innovador; nunca los derechos humanos habían sido tan respetados. No obstante, el impacto de las políticas neoliberales y la llegada de la globalización, fruto de la caída del muro de Berlín, después de lo cual ya no hay dos sistemas en el mundo —guerra fría—, sino uno solo, han puesto en serio peligro la economía social de mercado. La razón es muy sencilla. La economía social de mercado requiere que haya un Estado con capacidad para intervenir en la economía cuando sea necesario, pero la economía ya no es nacional, sino global, y no hay ningún Estado global, ninguna estructura política democrática global, con capacidad ni tampoco legitimada para intervenir en la economía transnacional. Con ello, hemos vuelto a la jungla del capitalismo salvaje, a la idea de que el mercado, ahora global, lo resuelve todo. Y la historia ya nos ha mostrado varias veces que el mercado resuelve varias cosas, pero también que provoca grandes problemas. La última vez ha sido la gran crisis de 2008, todo hay que decirlo, con la connivencia de los Estados. 

6. La irrupción del neoliberalismo global 

No podemos acabar esta lección sin explicar por qué surgió el neoliberalismo precisamente en Chicago, y por qué precisamente en los años setenta. A aquella ciudad, concretamente, a la Universidad de Chicago, emigraron varios intelectuales austríacos de prestigio, que huían del nazismo y de la guerra. Los más conocidos fueron Friedrich Hayek, Joseph Schumpeter, Karl Popper, Peter Drucker y Ludwig von Mises. En Europa habían conocido de cerca dos pésimos ejemplos de Estados excesivamente intervencionistas en lo económico: la URSS y el nacionalsocialismo alemán. Llegaron a Estados Unidos, especialmente los economistas Hayek y Von Mises, con la convicción teórica de que el Estado era un enemigo de la buena economía, por lo que en sus clases de la universidad formaron a los futuros Chicago Boys, jóvenes economistas convencidos de que lo mejor que podía hacer el Estado en economía era no intervenir. Estos jóvenes economistas promovieron el regreso al liberalismo puro —por lo visto, el crac del 29 ya quedaba muy lejos en el tiempo—, y criticaron con dureza el estado del bienestar por caro y por paternalista. No eran conscientes de que sus maestros austríacos no habían huido del estado del bienestar, que nunca habían conocido, sino del Estado soviético y del Estado nacionalsocialista. Se equivocaron de enemigo: dispararon contra el estado del bienestar creyendo hacerlo contra el socialismo soviético. Las consecuencias no pudieron ser más funestas. ¿Por qué? Veámoslo. Al seguir esta teoría neoliberal, importantes políticos occidentales como Margaret Thatcher en el Reino Unido, Ronald Reagan, George Bush padre y George Bush hijo en los Estados Unidos, José María Aznar en España y Silvio Berlusconi en Italia, entre otros, estos dirigentes fueron quitándole músculo al Estado, y fueron dejando la economía en manos del mercado. En los años noventa y en la primera década del siglo XXI, el mercado, libre de la vigilancia de los Estados, se descontroló y creó burbujas inmobiliarias y financieras enormes. Cuando estas burbujas estallaron en el año 2008, el mercado no tenía mecanismos para hacer frente a la crisis, por lo que la sociedad se giró hacia el Estado pidiéndole que resolviera los problemas, pero el Estado estaba debilitado por casi treinta años de neoliberalismo, y se mostró incapaz de resolver la situación. Unos débiles Estados nacionales no han podido con una gigantesca economía liberal global. Hemos recogido lo que sembraron los neoliberales. El desastre ha sido descomunal (cf. Judt, 2012: 94-107). 

7. Conclusión 

No cabe duda de que el papel de la doctrina social de la Iglesia en la creación de la economía social de mercado, con su consiguiente estado del bienestar, constituye un episodio sumamente interesante en la historia del pensamiento social y económico contemporáneo. Ninguno de los papas que publicó encíclicas sociales tenía interés alguno en diseñar un nuevo modelo económico, porque no era esa su misión. Ellos solo querían aportar luz al carácter humano o inhumano de los sistemas vigentes, así como también de los proyectos históricos en construcción, para lo cual desarrollaron una crítica sumamente pertinente, una crítica que tuvo la gran virtud de no caer en la trampa del «o capitalismo o socialismo»: si vas contra uno, entonces eres del otro. Los diversos papas criticaron uno y otro sistema, y mostraron cómo uno y otro presentaban importantes puntos de violación de la dignidad humana. Fue un grupo de economistas alemanes, todos ellos cristianos, la mayoría católicos pero también algunos protestantes, los que vieron en el discurso crítico de los papas la semilla de un nuevo sistema, la economía social de mercado, considerado por algunos como un sistema realmente nuevo, y por otros, una simple reforma del capitalismo. En cualquier caso, este nuevo sistema abrió una de las etapas más confortables de la historia de la humanidad, la dulce era Keynes, que entraría en crisis con la irrupción del neoliberalismo global propugnado por los Chicago Boys.

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