sábado, 15 de marzo de 2014

1. LA GLOBALIZACIÓN 2.0 Y LOS RETOS DE LA BUENA GOBERNANZA 


INTRODUCCIÓN 

«Oriente es Oriente, y Occidente es Occidente» (1) . Sin embargo, hoy en día los destinos de ambos están entrelazados. Todo el mundo conoce los rasgos contrapuestos que distinguen a estos dos grandes ámbitos de civilización: autoridad frente a libertad, la comunidad frente al individuo, los ciclos de las diferentes edades frente al progreso histórico, y la democracia representativa frente al gobierno de un mandarinato meritocrático (en el caso chino). Y, no obstante, también sabemos que China se ha convertido en la fábrica del mundo y en el máximo acreedor de Estados Unidos. En este libro retomamos esta pareja (de la que Rudyard Kipling dijo que «nunca se encontrarán») en el nuevo contexto histórico, donde China y Occidente están más íntimamente ligados que nunca sin haber dejado de ser enormemente distintos. Mientras Occidente deja atrás una dominación que duró siglos y el Imperio del Medio vuelve a pisar firmemente en el terreno de la historia, nosotros nos vemos forzados a contemplar este panorama cambiante desde una óptica tan oriental como occidental. Si el lector nos permite simplificar algunas verdades fundamentales, la mente occidental moderna tiende a ver una contradicción entre opuestos irreconciliables que solo puede resolverse mediante la dominación de uno de ellos sobre el otro. Siguiendo los pasos del filósofo idealista alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel [1] , este fue el enfoque adoptado por Francis Fukuyama [2] cuando sostuvo que después de la Guerra Fría y con el triunfo de la democracia liberal sobre otras formas de gobernanza humana se había llegado al «final de la historia». En la mente geopolítica de Occidente, los territorios e ideologías se ganan o se pierden. Lo que ve la mente oriental, por el contrario, son aspectos complementarios de un todo (yin y yang en lenguaje taoísta) que hay que equilibrar constantemente sobre una base pragmática que depende de condiciones cambiantes. La historia no tiene fin. Los ciclos se suceden a medida que las relaciones entre libertad y autoridad o individuo y comunidad establecen nuevos equilibrios. En la mente «geocultural» de Oriente, lo inconmensurable puede coexistir. Cuando dice en broma que «el Tao es mucho más profundo que Hegel», George Yeo, exministro de Asuntos Exteriores de Singapur y uno de los pensadores prácticos más importantes de Asia, alude así al contraste entre la mente oriental y la occidental. Este libro aborda desde la perspectiva de Yeo los retos comunes para la gobernanza a los que se enfrentan tanto Oriente como Occidente como consecuencia de la complejidad y la diversidad de la interdependencia que nos une. Cuando se sigue el enfoque oriental, pragmático y no ideológico, lo que nos interesa es ver qué podemos aprender unos de otros. No se trata de saber si el gobierno basado en un mandarinato meritocrático arraigado en la ancestral «civilización institucional» china acabará imponiéndose a la democracia de tipo occidental o viceversa. La cuestión que se plantea es la de determinar qué combinación equilibrada de meritocracia y democracia, de autoridad y libertad, de comunidad e individuo, es capaz de crear el cuerpo político más sano y la forma de gobernanza más inteligente para el siglo XXI. Es más, nos preguntamos si existe siquiera la posibilidad del surgimiento de una nueva «vía intermedia».

 ¿SE CORRIGE A SÍ MISMA LA DEMOCRACIA?

La creencia más extendida en Occidente —y no incorrecta— es que a pesar del asombroso logro que supone haber sacado a millones de personas de la miseria en solo tres décadas, el mandarinato moderno de la China nominalmente comunista no se corrige a sí mismo y por tanto no es sostenible . A menos que relaje su control autocrático y permita una mayor libertad de expresión y mecanismos más democráticos de crítica constructiva y control de responsabilidades, la «dinastía roja» acabará sucumbiendo a una decadencia política terminal (corrupción rampante, abusos por parte de las autoridades y estancamiento), igual que todas las dinastías anteriores de la milenaria historia china.

La observación heterodoxa que hemos de hacer en este libro es que, como hemos podido comprobar en el caso de los mercados financieros, la democracia occidental no tiene mayor capacidad de corregirse a sí misma que el sistema chino. A menos que se reforme, y a modo de imagen refleja del desafío al que se enfrenta China, la democracia electoral una-persona -un-voto incrustada en una cultura consumista de la gratificación inmediata también se dirige hacia la ruina terminal. La clave para que la democracia occidental sea sostenible es el establecimiento de instituciones competentes capaces de abarcar tanto la perspectiva a largo plazo como el bien común en materia de gobernanza inspirándose en la experiencia china de gobierno meritocrático. El argumento que presentamos en este libro es que el restablecimiento del equilibrio en ambos sistemas exigirá calibrar de nuevo las coordenadas políticas a través de constituciones mixtas que combinen la democracia informada con la meritocracia responsable. 

GOBERNANZA 


La gobernanza versa sobre la forma en que se han de alinear los hábitos culturales, las instituciones políticas y el sistema económico de una sociedad para darle a su pueblo la buena vida que desea. La buena gobernanza se da cuando estas estructuras se combinan para establecer un equilibrio que genera resultados eficaces y sostenibles en interés común de todos. La mala gobernanza se da cuando las condiciones subyacentes han cambiado tanto que prácticas antes efectivas se vuelven disfuncionales o cuando adviene la decadencia a raíz de la dominación de intereses particulares organizados (o las dos cosas). Entonces el endeudamiento y los déficits se hacen insostenibles, los cárteles proteccionistas minan el vigor de la economía, la corrupción destruye la confianza, la movilidad social se estanca y la desigualdad crece. El consenso establecido pierde legitimidad y comienza el declive. La disfunción y la decadencia describen de forma muy apropiada la gobernanza contemporánea en gran parte del Occidente democrático, inmerso en la crisis desde su lugar de nacimiento ancestral en Grecia hasta llegar a su máxima avanzadilla, California . Después de siglos de ímpetu progresivo alimentado por la confianza interna en su civilización, el endeudamiento, los bloqueos políticos, la vacilación y una legitimidad cada vez más desgastada están paralizando la capacidad de administrar el cambio que tienen la democracia liberal y las economías de libre mercado . A primera vista, se diría que el ímpetu y la confianza se han trasladado a Oriente. Es más, como ya hemos señalado, la democracia liberal occidental está siendo impugnada como el modo óptimo de gobernanza por formas no occidentales de modernidad, en particular por el mandarinato chino y su capitalismo dirigido por el Estado. No obstante, también allí están surgiendo indicios de decadencia y disfunción debido a una corrupción que todo lo envuelve, así como daños colaterales (sociales, medioambientales e incluso espirituales) provocados por el asombroso éxito chino. 

DE LA GLOBALIZACIÓN 1.0 A LA 2.0 


Los retos que suscita el desplazamiento global de poder contemporáneo, combinados con la velocidad del progreso tecnológico, son igual de abrumadores para las potencias ascendentes que para las que están en retroceso. A medida que intentan ajustarse al repetido impacto provocado por la transición en curso desde lo que llamamos globalización 1.0 a la globalización 2.0, todos los sistemas políticos padecen desequilibrios bajo una forma u otra. En las décadas transcurridas desde el final de la Guerra Fría, la globalización 1.0, dirigida por Estados Unidos, ha transformado el mundo tan a fondo que la mayor libertad de circulación del comercio, de los capitales, de la información y de la tecnología suscitada ha dado paso a una nueva fase: la globalización 2.0. Como dice Martin Wolf, analista del Financial Times: «En los últimos siglos, lo que en tiempos fue la periferia europea y después estadounidense se convirtió en el núcleo de la economía mundial. Ahora las economías de la periferia resurgen como núcleo, lo que está transformando el mundo entero…, se trata con diferencia del hecho singular más importante del mundo contemporáneo» [3] . El premio Nobel de Economía Michael Spence confirma la tesis de Wolf. Lo que hoy presenciamos, nos dice, son «dos revoluciones paralelas que interactúan entre sí: la continuación de la Revolución Industrial en los países avanzados , y el patrón de crecimiento súbito y dramático que se extiende por los países en vías de desarrollo. Podríamos denominar a la segunda la Revolución de la Inclusividad. Tras dos siglos de divergencia de alta velocidad, ha terminado imponiéndose un patrón de convergencia» [4] . Esta gran convergencia económica y tecnológica, que es el resultado de la globalización 1.0, ha engendrado al mismo tiempo una nueva divergencia cultural a medida que las potencias emergentes más ricas se vuelven hacia los cimientos de sus propias culturas para redefinirse a sí mismas frente a la hegemonía en retroceso de Occidente. Dado que el poder económico engendra autoafirmación cultural y política, la globalización 2.0 significa por encima de todo la interdependencia de identidades plurales, no un modelo para todos. Las democracias liberales occidentales que preponderaron en otros tiempos han de competir ahora a escala mundial no solo con la China neoconfuciana sino también con la democracia de orientación islámica inspirada en el marco laico de Turquía, que se ha convertido en un modelo atractivo para la calle árabe recién emancipada. En resumen, el mundo está regresando al «pluralismo normal» que caracterizó a la mayor parte de la historia de la humanidad. Históricamente, un desplazamiento de poder de tal magnitud suele desembocar en colisiones y conflictos. Ahora bien, dada la integración intensiva provocada por la globalización posterior a la Guerra Fría, también plantea posibilidades completamente nuevas de colaboración y polinización cruzada a lo largo y ancho de un panorama plural de civilizaciones. Nos encontramos, pues, ante una encrucijada histórica. El modo en que las naciones se gobiernen en el interior y en sus relaciones entre sí en las décadas siguientes determinará cuál de estos caminos seguirá el siglo XXI. El establecimiento de un nuevo equilibrio bajo el sistema operativo de la globalización 2.0 representa un doble desafío. La complejidad de una integración global más a fondo del comercio, las inversiones, la producción y el consumo, por no hablar de la circulación de la información, exige mayores competencias políticas y técnicas a nivel megaurbano-regional, nacional y supranacional a fin de administrar los vínculos sistémicos de interdependencia. Si todo ello se viniera abajo, todo el mundo se verá perjudicado. Al mismo tiempo, la creciente diversidad producida por la difusión global de la riqueza y amplificada por el poder de participación de los medios globales requiere una mayor transferencia de poder a la base social, donde un público impaciente clama de abajo arriba por poder tener algo que decir respecto de las reglas que gobiernan su vida. En todas partes, el despertar político exige la dignidad de la participación significativa. Si no logramos encontrar una respuesta institucional a este doble desafío, eso redundará en una crisis de legitimidad para todos los sistemas de gobierno, ya sea debido a la incapacidad para desempeñar sus funciones ofreciendo crecimiento inclusivo y empleo, o porque el consenso se vea minado por un «déficit democrático» que excluya la diversidad de voces en la esfera pública. Acertar con el equilibrio, por tanto, será lo que marque la diferencia entre sociedades dinámicas y estancadas, y también lo que determine si lo que emerge como modus operandi global será el conflicto o la cooperación. A ese equilibrio podríamos calificarlo como una «gobernanza inteligente» que transfiriera competencias y obtuviera una participación significativa de la ciudadanía en las cuestiones que le competen y fomentara al mismo tiempo la legitimidad y el consenso hacia la autoridad delegada a niveles de mayor complejidad. La transferencia de poder, la participación y la división de la toma de decisiones son los elementos clave de la gobernanza inteligente capaces de reconciliar la democracia informada con la meritocracia responsable. El equilibrio correcto variará en cada caso porque los puntos de partida de cada sistema político son diferentes. Cada sistema tiene que reiniciarse sobre la base de las coordenadas culturales de su sistema operativo actual. Mientras que a China, como sugiere la opinión más extendida, le haría falta mayor participación y un mandarinato más responsable para obtener el equilibrio, a Estados Unidos le haría falta una democracia más despolitizada en la que la gobernanza a largo plazo y el bien común estuvieran fuera del alcance de la cultura política populista y los intereses particulares a corto plazo propios de los sistemas electorales un-hombre-un-voto. En resumen, China debería aflojar y Estados Unidos debería apretar. En Europa, la infraestructura institucional precisa para rematar la integración (una unión fuerte pero políticamente limitada) tiene que ser investida de legitimidad democrática o de lo contrario será incapaz de atraer la lealtad de aquellos ciudadanos europeos privados del derecho de representación y desencantados. En cuanto mecanismo de ajuste del desplazamiento de poder en curso, el G-20, al igual que las instituciones de la Unión Europea, también tendrá que ser investido de legitimidad por los Estados-nación y sus publics (2) . De lo contrario, no dispondrá de la capacidad política para proporcionar los bienes públicos globales (una moneda de reserva, la estabilidad de los flujos comerciales y financieros, seguridad, no proliferación nuclear y medidas para hacer frente al cambio climático) que ningún Estado hegemónico individual o conjunto de Estados internacionales puede proporcionar bajo el orden multipolar de la globalización 2.0. Y, dado que la proximidad confiere legitimidad, en este caso el principal desafío es cómo tejer redes de localidades «subnacionales» para formar una red de gobernanza global en calidad de alternativa del siglo XXI a la desfasada noción de un «Leviatán mundial» distante y opresor. Este libro pretende abordar la cuestión central de la primera mitad del siglo XXI: cómo establecer el equilibrio en el interior de las naciones además de entre sí a nivel regional y global mediante la buena gobernanza. Para hacerlo, habrá que examinar los sistemas enfrentados de lo que denominamos «democracia consumista» estadounidense y «mandarinato moderno» chino como metáfora para identificar las soluciones de compromiso necesarias para obtener el equilibrio adecuado propio de la buena gobernanza. Propondremos, además, una «plantilla constitucional ideal mixta» como híbrido de meritocracia y democracia. Y puesto que no somos unos teóricos de salón, informaremos sobre nuestra experiencia en la puesta en práctica de esta plantilla en circunstancias muy diversas, desde California a Europa y pasando por el G-20.

En última instancia, este libro pretende demostrar que la gobernanza influye en el progreso o la decadencia de las sociedades. Y esto jamás ha sido tan cierto como ahora, durante la transición de la globalización 1.0 a la globalización 2.0. Si las ciudades, los Estados o las naciones no se muestran capaces de navegar las turbulentas aguas del cambio, se estrellarán contra las rocas o se quedarán rezagadas en aguas estancadas. 

BREVE INVENTARIO DE DESEQUILIBRIOS 

En todo el mundo se acusan las ondas expansivas del cambio. En Estados Unidos, la célebre «destrucción» de Joseph Schumpeter [5] parece haberse adelantado tanto a la «creación» que la creciente desigualdad entre quienes van progresando y quienes se quedan atrás está minando la fe tanto en la democracia como en el capitalismo, y enfrentando al «99 contra el 1 por ciento» que se encuentra en la cima de la pirámide de ingresos. Los bloqueos partidistas se han convertido en norma, dividiendo a la democracia contra sí misma y paralizando la capacidad de actuación de los políticos. En todo el espectro político, ya sea en Europa, Japón o Estados Unidos, el endeudamiento y los déficits encadenan la imaginación política al pasado y desguazan los sueños de todo el mundo. En la Eurozona la desunión a la hora de encontrar soluciones a la crisis de la deuda soberana ha puesto en entredicho no solo el proyecto histórico de la integración sino hasta el mismo contrato social europeo. Para restablecer el equilibrio, Europa solo puede retroceder de nuevo hasta el Estado-nación o avanzar hacia la unión política. Japón, que ha optado por hacer caso omiso de su declive en lugar de enfrentarse a él, se desliza en punto muerto hacia una «jubilación trampa» sobre la base de la riqueza acumulada. El país está consumiendo su ahorro interno prácticamente sin pensar en cómo revitalizarse en beneficio de la siguiente generación. En China, los imperativos de una transición de la clase media para abandonar el modelo de crecimiento inversión/ exportación y orientarse hacia el consumo interno, y la gestión al mismo tiempo de los daños colaterales sociales y medioambientales provocados por el desarrollo a ritmo acelerado, están poniendo a prueba el temple de su hasta ahora exitoso mandarinato mercado-leninista. De forma más espectacular, los autócratas árabes han caído como fichas de dominó ante la rabia en la red de su «juventud Facebook» y el resurgimiento del islamismo reprimido. Ni siquiera en Singapur, país al que cabe considerar como el mejor gobernado del planeta, se ha librado el duradero estilo de democracia paternalista a lo Lee Kuan Yew del descontento en alza de los ciudadanos de ese Estado-nodriza, cada vez menos pasivos. A nivel global, la capacidad del G-20 para la gobernanza global se ve permanentemente obstaculizada por vacilaciones soberanas frente a sus intentos de corregir desequilibrios globales. A pesar de que el interés propio bien entendido en reanimar el crecimiento global debería inducir a colaborar de forma más robusta, lo local y lo global siguen enfrentados. En resumidas cuentas, en el emergente orden global posestadounidense todos los sistemas se esfuerzan por restablecer el equilibrio. La clave para averiguar qué clase de instituciones de gobierno están mejor preparadas para salir de la crisis presente reside en comprender cómo surgieron los desequilibrios actuales a partir de una mayor integración global y mayores progresos técnicos. Un análisis exhaustivo de cómo hemos llegado de allí a aquí es algo que no podemos abordar en este libro. Sin embargo, un simple esbozo ayudará a establecer el marco para nuestro debate sobre la gobernanza. La globalización 1.0 «neoliberal» dirigida por Estados Unidos difundió la riqueza globalmente (aunque de forma desigual) siguiendo la estela del fin de la Guerra Fría. Se abrieron mercados. Se invitó a entrar a millones de trabajadores nuevos, que comenzaron a subir por la escalera de los ingresos para salir de la miseria. La difusión de las nuevas tecnologías de la información aumentó la productividad de forma espectacular. Para gran parte de Occidente (no tanto para Alemania y Japón, que conservaron su base industrial e ingeniera), esta doble evolución tuvo el efecto de diezmar a la clase media en el mismo momento en que la escala global de los mercados y la normativa liberalizada facilitaban una concentración de riqueza sin precedentes en manos de algunos, sobre todo el sector financiero estadounidense, que en 2005 representaba el 40 por ciento de todos los beneficios empresariales [6] . Síntomas de los efectos de conjunto que la globalización tuvo sobre el sector industrial, la mano de obra barata china, los conocimientos sobre cadenas de suministro, la tecnología de los microchips y la robótica unieron sus fuerzas para desubicar los empleos sobre los que reposaba la clase media estadounidense. De acuerdo con un influyente estudio realizado por un grupo de economistas en 2012, durante las dos últimas décadas una cuarta parte de las «pérdidas de empleo conjuntas de la industria estadounidense» es atribuible al comercio con China [7] . En 1960, General Motors daba empleo a 595.000 trabajadores. Sin embargo, pese a su vitalidad universal y sus ingresos multimillonarios, los Google y los Twitter de hoy crean pocos empleos. Facebook, por ejemplo, que tiene mil millones de visitas diarias, solo tiene 3.500 empleados. Apple solo emplea a 43.000 personas en Estados Unidos (la mayoría de ellas trabajan como diseñadores) y es Foxconn quien se ocupa de la fabricación real de sus iPhone en China empleando a 1,2 millones de trabajadores [8] . Como ha demostrado Michael Spence [9] , el 90 por ciento de los veintisiete millones de empleos nuevos creados en Estados Unidos en los últimos veinte años se generó en el sector no exportable, y la mayoría de ellos eran empleos escasamente remunerados en el comercio al por menor, la sanidad y los servicios gubernamentales (muchos de estos últimos han desaparecido como consecuencia de recortes presupuestarios debidos al impacto tardío de la recesión sobre los ingresos estatales y de los gobiernos locales). Según todos los estudios, la educación superior fue el factor más importante en la brecha salarial cada vez mayor entre quienes desempeñaban estos empleos de segunda categoría y los que había en las tecnologías de la información, diseño y otros sectores de gran valor añadido. En 2009, según el antiguo economista jefe del FMI Raghuram Rajan [10] , en Estados Unidos el 58 por ciento de los ingresos se encontraba en manos del 1 por ciento de la población. A partir de 1975, informa, los salarios del 10 por ciento de la parte superior de la pirámide han aumentado un 65 por ciento más que los del 10 por ciento de la parte inferior. Pese a que fue exacerbada por las exenciones de impuestos para los ricos aprobadas durante la administración de George W. Bush, la principal causa estructural de ese abismo salarial cada vez mayor ha sido el dinamismo creador-destructor de un mercado de trabajo globalizado que deprime los salarios, así como la productividad de las nuevas tecnologías, que eliminan multitud de empleos. Rajan sostiene además que esta degradación de la clase media estadounidense se vio ocultada por la burbuja inmobiliaria que alimentó la disponibilidad global de liquidez (procedente en gran parte del ahorro chino) que suprimió las tasas de interés a largo plazo, y que fue amparada por las laxas políticas crediticias de la Reserva Federal estadounidense, que mantuvo elevado el precio de la vivienda hasta el estallido de la burbuja en 2009. En efecto, el célebre «no vamos a ser menos que los vecinos» no se basó en que hubieran aumentado los ingresos procedentes de empleos decentemente remunerados, sino en préstamos que el descenso de los ingresos impidió seguir pagando cuando el precio de la vivienda cayó. Del mismo modo que la burbuja inmobiliaria sirvió para apuntalar el mito de la movilidad social ascendente, las bajas tasas de interés, ligadas a través del euro a la prudencia y la productividad alemanas, y la abundancia de liquidez global permitieron a la generalidad de los Estados europeos, y en especial a los del sur del continente, ofrecer un nivel de bienestar social y de servicios públicos cuyo mantenimiento estaba por encima de sus medios. La implosión de la deuda soberana ha dejado ahora ese abismo al desnudo. Para China, la globalización 1.0 significó que cientos de millones de personas salieron de la subsistencia marginal y se vieron atraídas a las megaurbes en las que, por primera vez en la historia, vive ahora el 50 por ciento de la población china, y que esas personas pusieran rumbo hacia el nivel de vida de la clase media. A su vez, eso ha sometido al modelo de desarrollo autoritario a una presión tremenda para satisfacer no solo las aspiraciones de esa clase media ascendente a una mayor apertura y responsabilidad sino también las aspiraciones de mayor igualdad de los pobres migratorios y rurales que se han quedado atrás. La exigencia del imperio de la ley frente a expropiaciones de tierras arbitrarias injustamente indemnizadas por parte de la población rural ha desembocado en la rebelión abierta en toda China: el caso más célebre fue el que tuvo lugar en Wukan en 2011. Las revueltas causadas por la contaminación industrial, como la que se produjo en torno a la misma época en Haimen, provincia de Guandong, también son frecuentes en la China actual. Incluso entre las personas más prósperas, el materialismo febril del glorioso enriquecimiento individual ha llevado a mucha gente a cuestionarse el coste espiritual de tanto empeño en la búsqueda del bienestar material, lo que a su vez ha engendrado un renacimiento confuciano que aspira a establecer nuevos cimientos éticos para la sociedad china. En conjunto , del mismo modo que la división del trabajo a la hora de fabricar un producto como el iPad de Apple se ha repartido entre diseñadores , suministradores y ensambladores a escala global (echando así por tierra hasta la medición de los «equilibrios comerciales»), la globalización 1.0 ha fusionado las viejas nociones del Primer y el Tercer Mundo en una realidad híbrida constituida por países ricos en los que abundan los pobres y países pobres en los que hay muchos ricos. La integración de grandes ciudades-regiones como centros de producción en la división global del trabajo está vaciando el interior rural y creando inmensos centros de población, megaurbes del tamaño de países enteros, sobre todo en los países emergentes. En su esfuerzo por ajustarse a estas dislocaciones, China está trazando un camino hacia la transición de la clase media mientras Estados Unidos se da cuenta de que necesita una restauración de la clase media. Como veremos más detalladamente en el capítulo siguiente, el descontento tanto de la clase media ascendente como de la descendente en todo el planeta ha logrado expresarse amplia y fácilmente gracias al advenimiento de las redes sociales, y también de movilizar esa insatisfacción bajo todo tipo de apariencias, que van del Tea Party a Occupy Wall Street o a los «niños Facebook » de la plaza Tahrir, los indignados españoles y los revoltosos microbloggers weibo en China. La cuestión de cómo ir de aquí al futuro suscita una sucesión de paradojas porque las prácticas e instituciones que hasta ahora habían dado resultado constituyen en este momento los impedimentos mismos que impiden avanzar. Solo podremos salir de esta parálisis general recalibrando las coordenadas de los sistemas políticos para establecer una buena gobernanza.














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